Corría el trece de enero,
dos mil dieciséis el año.
Y entrado el tercer milenio
Siguió balando el rebaño.
Estrenaban el Congreso
muchos y nuevos mancebos.
Y de repente una teta
nunca vista fue un escarnio.
Apresuren sus lamentos,
exageren sus reparos,
dadle lo que dar querían
los romanos a Viriato.
Pues peor que una masacre,
o blasfemia, o quebranto,
fue la infracción que tenía
lugar en público escaño.
Una madre abominable
promovió un grave pecado:
a la vista del congreso,
de notables congregados
y el pueblo llano mirando,
¡amamantaba a su infante
(que presumimos saciado)!
“Qué atrevida, qué insensata”
diputados ya han rumiado.
Aunque el niño satisfecho
se diría, y sesteando.
“¿Qué no hará para ofendernos
el cruel tercer estado?
Recemos mil padrenuestros
(si aún no fueron rezados)
y purifiquen los ojos
nuestros y tan mancillados
los santos, la Virgen y todos
los que deban ser rezados.”
Que padezca el correctivo
diranle, os lo adelanto.
Sancionada sea toda
iniciativa si actuando
a demanda de un lactante
nuestros ojos sufren daño.
Pues nunca en nuestro Congreso
se vio peor atentado,
que una madre que alimenta
a su hijo en su regazo.